Cuando hace unas semanas anunció que se iba a modificar la ley del aborto, el ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, afirmó que esa reforma sería “lo más progresista” que habría hecho en su vida. Semejante declaración causó una gran sorpresa, pues lo que anunciaba el ministro era su intención de derogar la Ley de Salud Sexual y Reproductiva, que permite a las mujeres interrumpir libremente el embarazo en las 14 primeras semanas de gestación, para volver al modelo anterior, que consideraba el aborto un delito, despenalizado únicamente en determinados supuestos. Esa ley, que fue aprobada con un amplio respaldo parlamentario, introdujo en España el modelo de regulación del aborto que rige en la mayor parte de los países europeos, atendiendo una vieja y persistente demanda de los sectores progresistas.
Se entiende que un dirigente que siempre ha pretendido situarse en el ala más moderada del Partido Popular, y que se ha presentado a sí mismo como exponente de modernidad y cosmopolitismo, tenga dificultades para justificar una involución como la que propone con la reforma de la ley. Pero ayer hizo un nuevo alarde de contorsionismo ideológico al justificar la reforma en aras de evitar una violencia de género estructural, que obliga a abortar a muchas mujeres. Al ser preguntado en el Parlamento si el Gobierno piensa recortar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, el ministro afirmó, en una respuesta en absoluto improvisada, que el legislador no debe ser indiferente a la situación de muchas mujeres que ven violentado su derecho reproductivo por excelencia, que es la maternidad, por la presión que ejercen a su alrededor determinadas estructuras.
La respuesta de Gallardón es un exponente de una estrategia a la que el PP recurre cada vez con más frecuencia: la de tomar los argumentos ideológicos del adversario y retorcerlos de tal modo que puedan ser utilizados para aparentar lo contrario de lo que en realidad se pretende. Porque si lo que preocupa al ministro es proteger a las mujeres que quieren continuar con el embarazo frente a supuestas coacciones del entorno, no hace falta cambiar la ley. La actual normativa protege tanto a las mujeres que quieren abortar como a las que desean continuar con el embarazo. El que pueda haber casos, muy excepcionales, de mujeres que toman una decisión, tanto en un sentido como en otro, bajo coacción, no justifica un cambio de la ley.
La actual normativa prevé que esos supuestos puedan detectarse, y el ministro siempre puede incrementar los servicios de ayuda a las mujeres que quieran ser madres, proporcionándoles los medios para ello. Pero lo que no puede hacer es engañar a la ciudadanía pretendiendo que la forma de proteger la libertad de las mujeres que quieren continuar su embarazo sea privar a todas las mujeres que quieren interrumpirlo de la libertad de decidir por sí mismas, sin necesidad de alegar ninguna justificación y sin tener que aceptar que otros acrediten su derecho a hacerlo. Eso sí que es violencia de género estructural.
Publicado en Elpaís.com
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