- Sé lo que significa, hasta ahí llego.
- Es opinable...
- No opine.
Hay un dicho que reza: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. En la doctrina jurídica se llama “ignorancia deliberada”, en marketing“ignorancia voluntaria” y en sociología “ceguera voluntaria”. He oído una conferencia donde ponían un ejemplo que explicaba muy bien este asunto. La ofrecía una mujer que reside en Montana y que se llama Gayla Benefield. Según su relato, estaba realizando un trabajo sociológico y descubrió un secreto acerca de su lugar de origen: su tasa de mortalidad era 80 veces más alta que en cualquier lugar de los EE UU, una anomalía que nunca antes nadie había detectado. Cuando advirtió a sus vecinos sobre lo que ocurría se encontró con otra realidad aún más impactante que su propio descubrimiento: nadie quería saber nada del asunto y preferían seguir viviendo en el desconocimiento de lo que ocurría.
La ignorancia voluntaria es también una de las principales armas del marketing publicitario. Circula por internet un vídeo que resume en apenas seis minutos la necesidad que tenemos de “ignorar” algunas realidades. Se trata de una campaña de una organización de defensa de los animales que expone los engaños que utilizan los expertos en publicidad para convertirnos en idílica la actual producción de muchos alimentos, sobre todo el de esas granjas sistematizadas para el engorde. La principal arma de marketing es obvia: los consumidores prefieren no saber de dónde vienen los productos.
Ni un caso de corrupción de los que han estallado en España hubiera sido posible sin grandes dosis de ceguera voluntaria. Ni Pujol hubiera gobernado 23 años, ni los cursos de formación hubieran sido un largo fiasco durante dos décadas, ni el fraude de los ERE podría haber durado diez años en el epicentro de la Consejería de Empleo de la Junta de Andalucía. Sobre lo que hacían Bárcenas y otros tesoreros del PP hubo ignorancia deliberada, como existió ignorancia voluntaria frente a Urdangarin, Matas o Camps. Como le ocurrió a la americana de Montana con las tasas de mortalidad, la salida a la luz de estos casos ha puesto al descubierto una realidad todavía más impactante que los casos de corrupción: la ceguera voluntaria de muchos ciudadanos que siguieron y, en muchos casos, todavía siguen prefiriendo la situación idílica que les venden algunos partidos frente a la realidad que les debería abochornar.
Hace unos meses, este periódico publicó una pequeño suelto sobre la doctrina jurídica de la “ignorancia deliberada” atribuida esencialmente a casos de blanqueo de dinero. Un magistrado del Tribunal Supremo resumió la tesis en apenas seis palabras: “Como sabía la respuesta, no preguntó”. La corrupción ha galopado por las tierras de España bajo la premisa de que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y por eso ahora nos hacemos preguntas de las que llevamos años sabiendo las respuestas.
Las encuestas no dejan lugar a dudas. Los ciudadanos son conscientes de que la corrupción es un problema gravísimo, casi atávico, de la política española. Llegan incluso a exagerarla con generalizaciones del tipo “todos los políticos son unos corruptos” que, obviamente, son falsas. Pero lo más curioso, si uno lee atentamente los sondeos de opinión que publican los periódicos, es que el castigo electoral a los partidos en los que se producen más casos de corrupción no se corresponde con la indignación que muestra la sociedad ante ese tipo de actitudes inmorales e ilegales. Incluso hoy, con el que probablemente sea el mayor caso de corrupción de la democracia que afecta a la práctica totalidad de la cúpula del partido en el gobierno, los españoles seguirían votando mayoritariamente al PP. La merma de apoyo electoral es importante, de eso no hay duda, pero no todo lo que se podría esperar de una sociedad que realmente detestase la corrupción.
En ocasiones los ciudadanos tendemos a culpar con demasiada facilidad al otro de nuestras propias miserias. Nos descargamos de una responsabilidad que, al menos en parte, nos pertenece. Parece evidente que urge un movimiento de regeneración democrática que transforme el qué y el cómo de los partidos políticos y que introduzca en la práctica de los representantes públicos criterios de ética y de honradez. Resulta insoportable la actitud de los partidos, especialmente de los dos principales, en lo que concierne a la corrupción y a la sensibilidad ante los problemas que más afectan a los ciudadanos. Pero difícilmente se puede conseguir tal objetivo si los cambios que le exigimos a la clase política no se producen también en la propia sociedad.
No se trata solo de desterrar de una vez por todas esa tendencia hispana hacia la picaresca que se traduce en la sempiterna pregunta “¿con IVA o sin IVA?”. Con ser importante, no es lo fundamental. Se trata también, y sobre todo, de castigar a quien utiliza la política como un medio que responde a un fin exclusivamente privado. Lo ocurrido en los últimos años en Valencia o en algunas zonas de Galicia, donde la corrupción y el caciquismo estaban a la orden del día y eran actitudes conocidas por cualquiera con un mínimo de información, no es solo culpa de los políticos de esos territorios. La sociedad no ha querido castigar en las urnas unas prácticas corruptas que, al menos durante un tiempo, fueron sinónimo de éxito. Y restar responsabilidad a los ciudadanos no ayuda a construir una sociedad mejor.
Algo similar a lo que está ocurriendo hoy en España sucedió en los noventa en Italia. El proceso Manos Limpias se llevó por delante a una clase política trufada de corruptos e hizo desaparecer a la práctica totalidad de las formaciones políticas italianas, incluido el que había sido el partido hegemónico desde la postguerra: la Democracia Cristiana. Pero lejos de la esperada regeneración democrática, a lo que asistieron los italianos fue al advenimiento del berlusconismo político. Berlusconi era sinónimo de éxito empresarial y los italianos le confiaron el destino de su país como si se tratara de una más de sus empresas. Dos eran los razonamientos de sus votantes: o bien se consideraba que un multimillonario no tenía la necesidad de ser corrupto o se admitía la corrupción como un efecto secundario sin importancia de la medicina del éxito económico.
¿Puede ocurrir en España lo mismo que en Italia? No necesariamente. Nuestra historia y nuestra cultura política (si es que algo de eso hay en España) tienen poco que ver con las de la Italia de los noventa. Pero no está de más prevenirse ante esos males. Y para ello, además de exigirles a los políticos que sean honrados, es necesario poner en valor un concepto que, como todos los conceptos importantes, viene del mundo griego: la virtud ciudadana. Virtud es no votar a quien no tiene una ética intachable. Virtud es preocuparse más por lo público –la sociedad- que por lo privado –el individuo-, y obrar en conciencia. Virtud es informarse de lo que sucede en las instituciones para poder escoger a quienes nos deben gobernar y expulsar a quienes nos gobiernan mal. Al fin y al cabo en democracia somos los ciudadanos los que les damos auctoritas a los políticos; los que les concedemos la legitimidad necesaria para organizar la convivencia. Y del mismo modo somos nosotros quienes podemos retirarles esa legitimidad en las urnas. No vale responsabilizar solo a los políticos de lo que, al menos en parte, es culpa nuestra. Ojalá los casos de corrupción a los que estamos asistiendo en los últimos tiempos sirvan al menos para crear ciudadanos más responsables que impidan que lo que está sucediendo en España vuelva a ocurrir.
Xabel Vegas. Publico.es
Al parecer, el presidente del Gobierno pretende que los ciudadanos descarten, sin más análisis, el cúmulo de pruebas sobre la corrupción rampante en el seno del Partido Popular, sólo porque él proclama: “Es falso”. Él, que ha incumplido todas y cada una de sus promesas electorales; que ha negado la evidencia del rescate bancario llamándolo “línea de crédito sin condiciones”; que ha subido los impuestos, bajado las pensiones, financiado a la banca con dinero público y creado el banco malo; que ha recortado salarios, sanidad, educación, investigación, derechos civiles… y multiplicado el paro, la recesión y las desigualdades, cuando había dicho profesar todo lo contrario. Y ahora, con esos antecedentes, quiere que demos por buena su palabra, incluso cuando niega la evidencia.
Su alocución ante la cúpula del PP –incontestable, porque se negó a dar la cara ante la prensa– calificó como “la sombra de la sombra de un indicio manipulado” lo que en realidad son (y a la vista de todos están) cientos de anotaciones manuscritas, de puño y letra del, primero, gerente y, después, tesorero del partido, transcritas a lo largo de años y coincidentes con la documentación incautada a la trama Gürtel, y hasta confirmadas por varios de los allí citados. No sólo peritos calígrafos han certificado que Luis Bárcenas es el autor de esos asientos contables, sino que ni él mismo se ha atrevido a negarlo y ha aducido puerilmente que, al tratarse de fotocopias, esos “papeles” podrían haber sido falseados.
La visión clara de las cosas, decía Albert Camus, saber por qué se han producido, excluye la desesperanza y el odio. El premio Nobel, ensayista y periodista francés lo aplicaba a la guerra, pero hoy el artículo en el que expresó ese razonamiento debería ser de lectura obligatoria para ciudadanos, políticos y periodistas incluidos, de este país.
Sobre todo porque puede ayudar a que evitemos escenarios parecidos a los que se produjeron en Italia en los años noventa y que terminaron con la irrupción de un personaje como Silvio Berlusconi en la presidencia del Consejo de Ministros.
En España sabemos lo que ha pasado. No es cierto que estemos secuestrados por la corrupción, como algunos proclaman. Es cierto que llegó muy arriba y que afectó a mucha gente. Mejor dicho, es cierto que existe un grado intolerable de corrupción entre las élites que dirigen este país, no solo en el mundo de la política sino también el mundo financiero, o incluso, en los medios de comunicación. Eso es indiscutible.
Pero sabemos cuál fue el mecanismo que engrasó toda esta red, un mecanismo concreto y aislable, que parte de la complicidad entre la especulación inmobiliaria y las necesidades, primero, de los partidos para financiarse y, después, del ansia de enriquecimiento desmedido de muchas de esas minorías dirigentes. Fue ese mecanismo el que casi destruyó los controles democráticos. Son esos mecanismos los que hay que destruir, no a la clase política en su conjunto.
Es cierto que las élites de los partidos políticos, en cuyas filas hay infinidad de personas honradas, reaccionaron con la peor de las medidas posibles cuando aparecieron las primeras llagas: el recurso a la unidad y los llamamientos a la cohesión interna y la defensa de los líderes. Los medios de comunicación tampoco supimos mantener la tensión exigible en una sociedad sana en defensa del funcionamiento democrático de las instituciones, dispuestos, bien al contrario, a rivalizar en el simple escándalo para aumentar audiencias o lectores. Unos no supieron mantener la tensión y otros, peor aún, se pusieron al servicio de intereses oscuros.
Lo peor ahora sería olvidar los mecanismos que llevaron a la corrupción de buena parte de esas élites. O creer a quienes nos dicen que todo el mundo quedó enredado en esos engranajes. No es cierto. Aunque solo fuera porque no todos tenían acceso a esos mecanismos. Pero también porque no todos los partidos se aprovecharon de ellos, ni todos los políticos, ni todos los medios de comunicación.
Hay que identificar, antes que nada, los casos de corrupción vinculados a las minorías dirigentes de los partidos con responsabilidades de gobierno. De todos ellos, pero muy especialmente de quienes dirigen ahora el país, porque para eso son las responsables de las políticas que se llevan a cabo, porque para eso son ellos los responsables, en este momento, de acabar de una vez con esos mecanismos.
Tenemos que remover nuestra apatía, esa apatía organizada y desalentadora de la que hablaba Camus. Hace falta ser obstinados en el rechazo. Rechazo de los ministros que acuden al Parlamento y que creen que pueden insultar y atacar a quienes les critican; rechazo obstinado a quienes en la oposición no plantean las cuestiones reales que nos afectan. No aceptación, no admisión, resistencia ante quienes, desde la política o desde los medios de comunicación, quieran hacernos creer que hay cosas más importantes que lo que nos sucede a los ciudadanos, cosas más importantes que los seis millones de parados, que el control democrático de las instituciones. Y los primeros que tenemos que ser obstinados somos los periodistas que, como pedía Camus, no debemos incitar al odio o la desesperanza, y que, como las élites políticas, también hemos perdido el sentido de nuestro trabajo y debemos luchar por recuperar crédito. Los políticos deben extirpar los mecanismos de corrupción. Y los periodistas, los mecanismos del sensacionalismo, la creencia de que, en momentos como este, es lícito apelar a las emociones.
ROSA MARÍA ARTAL 27/11/2010 El País.
España fortalece sus tradiciones. A su vanguardia, el PP libra denodada batalla para que los toros sean declarados bien de interés cultural, patrimonio protegido por la UNESCO y anticonstitucional su prohibición. En consecuencia, ampara la fiesta en algunas de las comunidades que gobierna. Y no está solo, políticos de otros partidos y sectores de la cultura lo secundan.
Desde 'El Lazarillo', sabemos que la picaresca es una de nuestras más arraigadas costumbres
En tales circunstancias, tal vez tenga sentido esta modesta proposición: ¿y si nos planteamos consagrar la corrupción como "bien de interés cultural"? ¿No les parece a ustedes lamentable que españoles de bien sean detenidos y hasta encausados basándose tan solo en indicios y pruebas? Piénsenlo, declarar la corrupción bien de interés cultural, también de interés turístico y hasta patrimonio nacional a proteger, no tendría sino ventajas. Se pueden esgrimir sólidos argumentos que fundamenten la propuesta.
La tradición, en primer lugar. Desde El Lazarillo de Tormes en el siglo XVI, sabemos que la corrupción es una de nuestras más arraigadas costumbres. Nobles y villanos, reyes y presidentes, han saqueado las arcas públicas y privadas durante centurias. España puede acreditar una gran tradición en esta práctica, y es sabido que nuestro país tiene un amor por sus tradiciones sin parangón. La corrupción es, pues, "un signo identitario del pueblo español".
Nacidos para la gloria. Los corruptos, como los toros de lidia y como los toreros, gozan de una vida singular, muy superior a la de sus congéneres. Reciben un trato exquisito. Y, a diferencia de los astados que mueren ensangrentados y de los diestros que pueden salir malparados, nuestros corruptos a gran escala suelen salir casi indemnes de las cogidas. Para ello existen expertos y caros abogados prestos al quite, el reglamento con sus lagunas y humana aplicación, la cuadrilla en apoyo solidario, la afición que les admira. De hecho, muchos españoles llevan un corrupto dentro, tanto o más que un torero.
Valores estéticos. La corrupción española también es una mezcla de danza, arte y virilidad. A lomos de coches de lujo y embutidos en trabillas italianas, oro y gualda perpetuos, presuntos corruptos bailan ante nuestros ojos, marcando sus soberanos genitales. Sus capoteos mediáticos nos embelesan, nos turban.
La trascendencia. Contemplar la corrupción sirve para descargar colectivamente sentimientos positivos y negativos que relajan el espíritu. Y en esa lucha, casi religiosa, entre el bien y el mal, vemos -irritados algunos, complacientes otros- el triunfo del mal y aprendemos la realidad de la vida.
Así que, una vez declarada la corrupción de interés cultural, turístico y patriótico, habría que aplicarse en su explotación económica. Convertir España en un gran parque temático y registrar la franquicia para exportarla a tantos países que nos siguen los pasos daría trabajo a incontables guías que llevarían a los turistas a contemplar los ladrillos del litoral que han edificado millonarias fortunas particulares, el cemento que embellece el interior, los campos de golf allí donde de natural no hay agua, los vertederos de basuras y escombros por doquier, un castillo con subvenciones fantasma, la noria de los eventos con comisiones dudosas, la montaña rusa del blanqueo de dinero negro o las administraciones de lotería donde se compran boletos premiados para eludir impuestos. Además de las infraestructuras necesarias -que reactivarían el sector de la construcción-, se crearía una industria del souvenir: talonarios, sobres bajo mano, material de espionaje, camisetas, jarras y llaveros con la efigie de las estrellas de la corrupción.
Apuntemos también la posibilidad de levantar escuelas y universidades de corrupción con todas sus materias específicas (cohecho, prevaricación, soborno, tráfico de influencias, fraude fiscal, oratoria demagógica). Y academias o seminarios para quienes solo desean aprender los mecanismos de la "economía sumergida", como cobrar facturas sin IVA y otras menudencias que detraen para el bien común casi el 25% de los ingresos del Estado.
Si consiguiéramos que hasta fuera protegida como patrimonio de la humanidad por la UNESCO, la corrupción española homologaría a los grandes malversadores y especuladores mundiales. Agradecidos, dejarían de atacarnos.
Así que supongo que estarán de acuerdo en que se impone subvencionar -más aún- a los artistas de nuestra corrupción, no dejar que la fiesta muera. Sin apoyos, estos bravos ejemplares desaparecerían. España sería otra: honesta, responsable, culta. Irreconocible, en una palabra.
Cierto es que casi todos los organismos internacionales han constatado la correlación entre corrupción y deterioro de la democracia, y han llamado a atajar lo que, dicen, no puede contemplarse en ningún caso como comportamientos individuales desviados, sino como putrefacción del ordenamiento social. A gran o pequeña escala, afirman esos organismos, se roba el dinero de todos. Incluso aquí hay enemigos de tradición tan acrisolada. "La corrupción es incompatible con la democracia, hiere gravemente a los propios fundamentos del sistema", afirma Carlos Jiménez Villarejo, nuestro primer fiscal anticorrupción. Pero ¿a quién le importan todas estas jeremiadas?
En Las ciudades invisibles, Ítalo Calvino habla de un "infierno de los vivos" y sus dos formas de afrontarlo. Una, "volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo"; la otra, "buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio". En esas está España: ¿parque temático u honestidad? No me discutirán que hay razones poderosas para optar por lo primero.
Rosa María Artal es periodista y escritora.
Poco después de la acción policial, los socialistas empezaron a tomar medidas.
El PP, paralizado durante meses ante sus imputados por la Gürtel, exige ahora “celeridad” al PSC en el caso Bertomeu.
Apenas unas horas después de que la Audiencia Nacional lanzara una operación contra una presunta red de corrupción en Santa Coloma de Gramanet (Barcelona) en la que fue detenido el alcalde socialista de la localidad, Bartomeu Muñoz, el PSC anunció que si la "autoridad judicial toma medidas" contra el regidor será expulsado del partido y propondrían la “elección inmediata de un nuevo alcalde”. El PP catalán, sin embargo, ha exigido a José Montilla que tome medidas “inmediatamente”. Los populares han tardado meses en reaccionar ante algunos de sus miembros salpicados por la Gürtel, como en el caso de los tres diputados de la Asamblea de Madrid que aunque fueron imputados entre abril y los primeros días de mayo, no fueron obligados a abandonar el grupo popular en la Cámara hasta el pasado mes de octubre, y sólo para pasar al grupo mixto. En otras ocasiones las medidas han sido tan poco contundentes como el cese “transitorio” del tesorero Luis Bárcenas, para el que no han nombrado ni un sustituto.
Tan malos y sinvergüenzas son todos los corruptos sean del partido que sean (PP, Psoe, CIU, etc.) pero no todos los partidos reaccionan igual: unos dan la cara y toman medidas y otros niegan la mayor y esconden la cabeza como los avestruces.
Haced lo que yo digo, no lo que yo hago.
Eso es lo que hacen los partidos políticos españoles, aparte de mirar para otro lado, en lugar de denunciar ellos mismos los casos de corrupción que se dan en el seno de esos partidos o con su consentimiento. Y como no, así nos va con la corrupción. A ver qué partido se mancha más en ese lodazal que invade a España.