Después de una tarde tranquila, frente al ordenador, releyendo las noticias, me encuentro con este artículo de Anibal Malvar publicado en su blog Rosas y espinas del diario Público y que por su interés publico íntegramente.
Pocas horas antes de que Soraya Sáenz de Santamaría anunciara que el Gobierno incumplirá la ley, y no ajustará las pensiones de los jubilados a la subida del IPC, un matrimonio de viejos de 78 y 77 años se suicidaba en Granada para dejar de estorbar a sus hijos. Habían comprendido el mensaje antes de tiempo. Estorbaban.
La palabra estorbar no es mía. La decía mucho a sus vecinos ese hombre que se suicidó ayer, y mató a su mujer con consentimiento de ella: que estorbaba. Que estorbaban. A todo el que le quisiera oír, le decía que estorbaban. Así que la palabra estorbar no es mía, insisto. Pero la demagogia, sí. La demagogia de relacionar aquí el suicidio con la estafa gubernamental a los viejos sí que es mía. Violentamente mía. Torticeramente mía. Navajeramente mía. Y no hay razón ni pensamiento que me baje de la cabalgadura desbardada de mi demagogia de hoy.
Los periodistas solemos llamarle sucesos a estas cosas sangrientas que pasan. Y no. No son cosas que pasan. Los sucesos son la visceralización salvaje de una injusticia, de una anomalía, de una cicatriz gangrenada de la sociedad. Estos dos viejos de Granada le han venido a decir con la muerte, a sus cuatro hijos, o sea, a todos nosotros, que estorbaban, que eran juguetes rotos, peceras vacías ocupando sitio en el desván, radiadores fríos. Lo que han venido a decir estos viejos es que hay gente que se cree que estorba. Y yo no sé si no estará muy podrida una sociedad que esconde gente que estorba. Gente que se cree que estorba. Gente que no quiere estorbar más. Gente que no quiere, según la RAE, ponerle más dificultad u obstáculo a la ejecución de algo, molestar, incomodar.
Sin descabalgar del potro de mi demagogia, voy a coger ahora también las bridas del sensacionalismo, y a destripar aquí que la vieja estaba impedida y el hombre enfermo, y que escribieron dos notas. Aunque no las he leído, malicio que en esas dos notas nada se decía de la defenestrada ley de dependencia. Presiento más probable la caligrafía rotunda del verbo estorbar.
Y ahora, al potro desbocado de mi demagogia y a la yegua desbardada de mi sensacionalismo, se les une en cabalgada la mula del sentimentalismo barato, de la lacrimojigatería fácil, del topicismo sollozoide: estos dos viejos de 78 y 77 años, que estorbaban, habían trabajado durante 50 años, habían criado a cuatro hijos y habían pagado durante décadas esos impuestos a fondo perdido que les librarían del hambre, del asco, de la dependencia, de la humillación, cuando llega ese momento en que la vida nos encalla en esa extraña playa en donde estorbas a las olas.
Ella escribió su nota de despedida primero. Él apuntó a su mujer con la escopeta. ¿Qué le diría él a ella antes de disparar? ¿Qué se dirían? No sé. Disparó. Después él escribió su nota. Y dirigió el cañón contra su cabeza. Los dos, en sus notas, pidieron que los incinerasen juntos. Así ya no estorbaban. Estoy muy orgulloso de mí mismo. Creo que acabo de vender un montón de periódicos desvelando estos detalles con tan filigraneras prosas. Qué incomparable estilo. Qué precisión en los detalles.
Detalles. Los sucesos son detalles. Recuerdo que, no hace tanto, en los periódicos discutíamos mucho si se deberían publicar ciertos sucesos, ciertas fotografías, que pudieran enfangar el plácido himeneo vital del amable burgués dominguero. Sucedió con los malos tratos. ¿Se debía publicar a las mujeres muertas o no se debía publicar a las mujeres muertas? Los más delirantes, o sea, algunos directores ultracatólicos o paleotroskistas, argumentaban que dar publicidad (decían publicidad) a estos asesinatos era incitar al macho español a mayores zarandeos y arrojamientos balconales de la hembra. Al final, ganó el pulso el reportero sensacionalista, de calle, manchado de vísceras, huidor de despachos y de reuniones. Y, de repente, por acumulación de páginas sucias, la sociedad española se dio cuenta de que aquellas excéntricas y coagulantes disensiones maritales pasaban todos los días, y en todas las casas, y que realmente la violencia del macho era un problema social terrible, una lacra, como dicen los horteras, un cáncer que castrar.
Ayer nos enteramos, gracias a este matrimonio granadino que estorbaba y al que pocos periódicos sacaron, de que un país con un PIB per cápita de 24.217 euros alberga en sus salones del ángulo oscuro a viejos que estorban, a desahuciados que estorban, a parados que estorban, a inválidos que estorban, a médicos que estorban, a profesores que estorban, a investigadores que estorban, a obreros que estorban, a estafados que estorban. Van consiguiendo, y no poco a poco, que nos convirtamos de ciudadanos a estorbos, con todas las tentaciones que a un estorbo se le suponen, como ayer nos demostraron esos dos estorbos granadinos.
La alcaldesa pedánea de Casa Nueva, lugar donde sucedieron las muertes, lo comprendió enseguida. Y dijo ayer: “Quiero lanzar un mensaje a los mayores para que nunca piensen que son un estorbo para sus familias”. Lo dijo con loable intención, pero no es eso. A su frase le falta demagogia para ser verdad, estimada alcaldesa pedánea. Le falta amarillismo. Le falta víscera y le falta sensacionalismo. Le falta lacrimojigatería para vender periódicos y comprar votos. Le falta transgresión y veneno. Le falta decir que los asesinos de los que estorbamos no se esconden en desiertos lejanos ni en montañas remotas, sino que se sientan en las poltronas de los ministerios y de los bancos. Vaya mierda de artículo. Ojalá nunca nadie hubiera tenido que sentirse obligado a escribir esta mierda de artículo. Que ni siquiera estorba.