Lo que hay que destruir son los mecanismos que engrasaron la corrupción política. No a la clase política en su conjunto.
La visión clara de las cosas, decía Albert Camus, saber por qué se han producido, excluye la desesperanza y el odio. El premio Nobel, ensayista y periodista francés lo aplicaba a la guerra, pero hoy el artículo en el que expresó ese razonamiento debería ser de lectura obligatoria para ciudadanos, políticos y periodistas incluidos, de este país.
Sobre todo porque puede ayudar a que evitemos escenarios parecidos a los que se produjeron en Italia en los años noventa y que terminaron con la irrupción de un personaje como Silvio Berlusconi en la presidencia del Consejo de Ministros.
En España sabemos lo que ha pasado. No es cierto que estemos secuestrados por la corrupción, como algunos proclaman. Es cierto que llegó muy arriba y que afectó a mucha gente. Mejor dicho, es cierto que existe un grado intolerable de corrupción entre las élites que dirigen este país, no solo en el mundo de la política sino también el mundo financiero, o incluso, en los medios de comunicación. Eso es indiscutible.
Pero sabemos cuál fue el mecanismo que engrasó toda esta red, un mecanismo concreto y aislable, que parte de la complicidad entre la especulación inmobiliaria y las necesidades, primero, de los partidos para financiarse y, después, del ansia de enriquecimiento desmedido de muchas de esas minorías dirigentes. Fue ese mecanismo el que casi destruyó los controles democráticos. Son esos mecanismos los que hay que destruir, no a la clase política en su conjunto.
Es cierto que las élites de los partidos políticos, en cuyas filas hay infinidad de personas honradas, reaccionaron con la peor de las medidas posibles cuando aparecieron las primeras llagas: el recurso a la unidad y los llamamientos a la cohesión interna y la defensa de los líderes. Los medios de comunicación tampoco supimos mantener la tensión exigible en una sociedad sana en defensa del funcionamiento democrático de las instituciones, dispuestos, bien al contrario, a rivalizar en el simple escándalo para aumentar audiencias o lectores. Unos no supieron mantener la tensión y otros, peor aún, se pusieron al servicio de intereses oscuros.
Lo peor ahora sería olvidar los mecanismos que llevaron a la corrupción de buena parte de esas élites. O creer a quienes nos dicen que todo el mundo quedó enredado en esos engranajes. No es cierto. Aunque solo fuera porque no todos tenían acceso a esos mecanismos. Pero también porque no todos los partidos se aprovecharon de ellos, ni todos los políticos, ni todos los medios de comunicación.
Hay que identificar, antes que nada, los casos de corrupción vinculados a las minorías dirigentes de los partidos con responsabilidades de gobierno. De todos ellos, pero muy especialmente de quienes dirigen ahora el país, porque para eso son las responsables de las políticas que se llevan a cabo, porque para eso son ellos los responsables, en este momento, de acabar de una vez con esos mecanismos.
Tenemos que remover nuestra apatía, esa apatía organizada y desalentadora de la que hablaba Camus. Hace falta ser obstinados en el rechazo. Rechazo de los ministros que acuden al Parlamento y que creen que pueden insultar y atacar a quienes les critican; rechazo obstinado a quienes en la oposición no plantean las cuestiones reales que nos afectan. No aceptación, no admisión, resistencia ante quienes, desde la política o desde los medios de comunicación, quieran hacernos creer que hay cosas más importantes que lo que nos sucede a los ciudadanos, cosas más importantes que los seis millones de parados, que el control democrático de las instituciones. Y los primeros que tenemos que ser obstinados somos los periodistas que, como pedía Camus, no debemos incitar al odio o la desesperanza, y que, como las élites políticas, también hemos perdido el sentido de nuestro trabajo y debemos luchar por recuperar crédito. Los políticos deben extirpar los mecanismos de corrupción. Y los periodistas, los mecanismos del sensacionalismo, la creencia de que, en momentos como este, es lícito apelar a las emociones.
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