La pederastia en la Iglesia católica, un problema de
poder.
22 de mayo de 2024 21:28hActualizado
el 23/05/2024 08:57h
El negacionismo, el silencio y el ocultamiento de
los crímenes de pederastia producidos en el seno de la Iglesia católica
española durante décadas, así como el encubrimiento y la falta de denuncia ante
los tribunales de justicia, después, son la mejor demostración del
desprecio a las víctimas y de la falta de compasión con ellas por
parte de la jerarquía católica española, que se convierte así en responsable y
cómplice de dichos crímenes.
No vale decir que se trata de casos aislados y
marginales, ni, como excusa, que la mayoría del clero católico y de los
formadores de seminarios y noviciados de congregaciones religiosas han
demostrado una conducta ejemplar. No, no son casos aislados y marginales. Todo
lo contrario: los pederastas dentro de la Iglesia católica se ubican en
el ámbito de lo sagrado, que es considerado espacio protegido, y, desde la
institución eclesiástica, es excluido del ámbito cívico y se pretende blindar
frente a cualquier acción judicial. Así se ha venido procediendo desde tiempos
inmemoriales.
Y no solo en el entorno de los sacerdotes,
sino en todos los espacios del poder eclesiástico y en sus dirigentes:
cardenales, arzobispos, obispos, miembros de la Curia romana, miembros de
congregaciones religiosas, responsables de parroquias, capellanes de
congregaciones religiosas femeninas, profesores de colegios religiosos,
formadores de seminarios y noviciados, padres espirituales, confesores,
etcétera.
Todos ellos se consideran representantes de Dios
y sus comportamientos, por muy perversos que sean, se ven
legitimados por “su” Dios, el Dios varón que ellos han creado a su imagen y
semejanza para ser perdonados por sus crímenes y librarse de las condenas
terrenales y, a través de la absolución, también de las penas eternas,
razonando de esta guisa: solo Dios es capaz de juzgar y, en su infinita
misericordia y bondad, perdonar los pecados no solo los veniales, sino también
los mortales, incluidos los crímenes, como ha llamado el papa Francisco a las
agresiones contra niñas, niños, adolescentes y jóvenes indefensos. Se
creó así un cerco eclesiástico que impide llevar los casos de pederastia a los
tribunales.
La raíz de la pederastia se encuentra en el poder
detentado por las personas sagradas, un poder omnímodo y en todos los
campos: poder sobre las conciencias que requieren de guías
morales que orienten en el camino de discernimiento del bien y del mal, y esos
guías son los representantes de Dios; poder sobre las mentes para
uniformarlas sin posibilidad de disentir y para discernir la verdad de la
falsedad, que llega a poner entre paréntesis la razón y reclama la
iluminación de la fe bajo la guía del magisterio eclesiástico; poder
sobre las almas, que, desde una antropología dualista, es lo único a salvar
del ser humano; poder sobre los cuerpos, que se convierten en
propiedad de las masculinidades sagradas, objeto de colonización y de uso y
abuso a su capricho.
La pederastia clerical se convierte así en 'la mayor
perversión de la divinidad, de lo sagrado y de la religión', en su mayor
descrédito tanto para las personas religiosas como, con más motivo, para
quienes se declaran no creyentes
Se trata de un poder omnímodo, sin control de
instancia humana alguna, sin equilibro de otros poderes, porque en la
Iglesia católica no hay división de poderes, sino que todos están
concentrados en el papa y en sus representantes, nombrados con el dedo del sumo
pontífice, como tampoco hay democracia que reconozca el derecho de elegir o de
cesar a los representantes.
Pero no es un poder cualquiera, sino un poder
patriarcal sobre las mujeres, los niños, las niñas, los adolescente,
los jóvenes y las personas más vulnerables y más fácilmente influenciables
entre los fieles. Un poder que se caracteriza por tener una
organización jerárquico-piramidal donde las personas creyentes de base
no tienen otra función que la de obedecer y cumplir órdenes y donde las mujeres
son excluidas del acceso directo a lo sagrado y eliminadas de los
ámbitos donde se toman las decisiones que afectan a toda la comunidad
cristiana, y por imponer una moral sexista y misógina.
Lo confirma el obispo australiano G. Robinson en
su libro Sexualidad y poder en la Iglesia (Sal Terrae,
Santander), encargado por la conferencia episcopal de su país para
investigar los casos de pederastia: “Más que de un problema de sexualidad en
los casos de pederastia, es un problema de poder, el poder de un clero
sacralizado y, por ello, inapelable”
La pederastia clerical se convierte así en la
mayor perversión de la divinidad, de lo sagrado y de la religión, en
su mayor descrédito tanto para las personas religiosas como, con más motivo,
para quienes se declaran no creyentes. Pero quizá lo más grave es que el
comportamiento criminal de los pederastas y el silencio de la jerarquía terminan
por desacreditar a la comunidad cristiana, a toda la comunidad cristiana,
desconocedora de dichas prácticas durante varias décadas y sin tener
responsabilidad alguna en tan terribles crímenes.
Hoy la comunidad cristiana, que ya conoce tamaños
crímenes, debe levantar la voz profética de denuncia contra los pederastas y
sus cómplices. Callar se convierte en delito: delito de silencio. A decir
verdad, apenas escucho voces individuales o colectivas críticas en el
seno de la comunidad cristiana, salvo en algunos colectivos que son otra
voz de Iglesia.
El juicio y las sanciones contra los pederastas,
una vez demostrados sus crímenes, deberían recaer también contra sus
encubridores, que ocupan las más altas esferas eclesiásticas. En otras iglesias
nacionales se han producido ceses o renuncias en la jerarquía: obispos,
arzobispos, cardenales, incluso nuncios del Vaticano. En España, ni un solo
cese, ni una sola renuncia. Mucho me temo que la Justicia civil siga
teniendo todavía un temor reverencial hacia las jerarquías de la
iglesia católica y eso le impida depurar responsabilidades e investigar hasta
el fondo a quienes durante décadas han permitido actuaciones tan horrendos
crímenes.
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