Todos conocemos la fuerza que tiene la Iglesia Católica en España y lo difícil que es luchar para desproveerla de sus privilegios, por el temor a perder los millones de votos católicos. Ello, por el contrario, genera un importante rechazo de quienes desean que dichos privilegios cesen.
Una gran parte de españoles no estima correcto que la Iglesia no se financie por sí sola y reciba subvenciones del Estado por valor de más de 6.000 millones de euros anuales. (Tanto como la congelación de pensiones y rebajas a funcionarios juntas). Estima que la Iglesia multiplicaría al infinito la consideración ciudadana si se sostuviera únicamente con las aportaciones de sus fieles, sin el ardid de la cruz señalada en las declaraciones de la Renta, con cantidades dejadas de ser ingresadas por el erario.
A buena parte de españoles tampoco les parece bien que los profesores de Religión de los centros públicos o concertados los elegidos y despedidos por la Iglesia a su arbitrio, pero los salarios e indemnizaciones por despidos improcedentes los pague el Estado.
Piensan, asimismo, que la enseñanza de la religión es agobiante, coartando la libertad de padres y alumnos que no desean tal enseñanza, y que la enseñanza de la religión debe salir de la escuela y ofrecerse en catequesis y centros eclesiales. Y, desde luego, otras confesiones religiosas igualmente admitidas reciban un trato residual o inexistente.
Millones de españoles no perciben una separación real entre Iglesia y Estado, pese a ser España un estado aconfesional, según recoge la Constitución española.
Perciben que nada de eso ocurre en Europa con ninguna confesión en países de larga historia de relaciones con las iglesias.
No entienden por qué en todo acto oficial, inauguraciones, hospitales, conmemoraciones, momentos castrenses y demás pompas está presente siempre u cura, capellán, obispo o cardenal.
No entiende el rígido calendario oficial y nacional de festividades religiosas que se traslucen en jornadas no laborables.
No comprende los negocios realizados a cuenta de las visitas del Papa, generosamente financiadas por demasía de las subvenciones habituales y anuales.
No entiende la permisividad de la Iglesia en bodas religiosas de la Casa Real con divorciadas y no lo permite con los demás españoles.
No entienden por qué, en el fondo y como desahogo, les obligan a ser anticlericales, cuando no tienen ansia de ello, y que solo la codicia y la imposición de su ley y cánones provoca la Iglesia. No entiende por qué la Iglesia trata de imponer las creencias religiosas.
¿No sería conveniente, pues, que España solicitara la denuncia del Concordato de 1953 y Acuerdos subsiguientes, firmados el 20 de agosto de 1976, anteriores a la Constitución?
Arturo González. Público.es
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