LIBERTAD RELIGIOSA Y LAICIDAD.
La noticia de la renuncia a legislar sobre la libertad religiosa ha sido saludada con alivio y hasta con alegría, como si se tratara de una victoria, por ciertos sectores dentro de la Iglesia. Esta opinión merece ser reflexionada sobre todo si quienes la sostienen parecen actuar como si las cosas no hubiesen cambiado en España desde hace treinta años. Esta postura, que puede ser comprensible desde un punto de vista, digamos, práctico, no lo es desde un punto de vista intelectual. Pretender guarecerse permanentemente tras los Acuerdos con la Santa Sede de 1979 y tras la Ley de Libertad Religiosa de 1980, para no admitir o ni siquiera ver los cambios que se han producido en la sociedad española y en el seno de la propia Iglesia puede ser una conducta entendible, ha de insistirse, desde una perspectiva práctica pero no aceptable intelectualmente. Sería, en definitiva, negar una realidad, la de los cambios sociales producidos, que puede caer, que cae ya, sobre nosotros sin capacidad de asimilación ni de reacción.
El debate sobre la libertad religiosa, la laicidad y la definición del papel del Estado en su relación con el hecho religioso es inevitable y no puede despacharse con posiciones maximalistas y poco matizadas, aparentemente seguras y firmes, como las que muchos practican en el seno de la Iglesia. Por ejemplo, la calificación sin más de la secularización como grave problema puede inducir en ocasiones más a la confusión que a la claridad. Si no se explica o no se matiza esta afirmación, no es extraño que algunos crean que el rechazo de la secularización actual en España equivale a cierta añoranza de aquella España «religiosa» —católica, por supuesto— del franquismo y el nacionalcatolicismo. Quizá haya que dar la razón al islamista Oliver Roy cuando sostiene que la secularización no implica necesariamente un conflicto ni siquiera un divorcio con lo religioso. En su opinión, una sociedad secularizada puede seguir estando en sintonía con la cultura y los valores religiosos. Comenzar por admitir esto tal vez nos venga bien como católicos para replantearnos nuestro lugar y nuestro papel en un mundo inevitablemente secularizado.
Hace unas semanas el sacerdote Manuel María Bru hizo una llamada a la práctica de la «sana laicidad», esa a la que se refiere de forma insistente (y clarividente) Benedicto XVI y que tiene su origen en el Concilio Vaticano II. Y es que ciertamente olvidamos muchas veces que a esta sana laicidad estamos llamados también nosotros, los católicos, no sólo los «otros», el Estado y quienes no lo son. Sólo así, reconociendo el mundo y sus cambios, respetando «la legítima autonomía de las realidades terrenas», como concluyó el Concilio, estaremos en condiciones de ofrecer, —y no de imponer, como a veces puede parecer— ese Dios «que es amor y que quiere la felicidad de todos los hombres».
Este reportaje ha sido publicado en ABC (diario de derechas y católico, donde los haya) por César Hornero y donde demuestra que los laicistas no católicos no estamos equivocados en nuestros planteamientos de separar completamente la iglesia católica y la que sea del Estado y que cada una de las confesiones religiosas existentes en España se las apañe como pueda con las ayudas económicas y espirituales de sus fieles y no con el dinero de todos los españoles, seamos católicos o no. Que la religión se saque de las escuelas públicas concertadas y el que la quiera que se la pague de su bolsillo y fuera del recinto escolar, es decir, en la iglesia, sinagoga, mezquita, etc.
No estaría más que este artículo se lo leyesen muchos de los que se dicen católicos y que piensen que la vida no gira en torno a la religión sino en torno a la vida misma con los aditamentos que se quieran imponer cada uno libremente.
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