La conferencia Episcopal quiere iluminar a la sociedad española con la publicación de Testigos del Señor. Se trata de un catecismo sobre los asuntos sexuales ideado para personas de entre 11 y 14 años. Nadie puede negarle a la Iglesia su valentía. Su campaña en contra del sexo sería mucho más fácil si se dirigiese a gente mayor de 50 años, hombres y mujeres obligados a pactar con los misterios de la vida y con unos cuerpos cada vez más dóciles, menos imaginativos, necesitados de menos decibelios. La vejez se parece a una alcaldesa represiva.
Empeñarse en negarle el sexo a un adolescente es una tarea ardua. No hay reforma laboral que pueda equipararse a la reforma corporal que intentan las sotanas. Las amenazas contra un obrero protestón causan efectos inmediatos. Quien levanta la voz se convierte hoy en un suicida. Pero el infierno y la condenación eterna son poca frontera cuando uno tiene 14 años, cuando uno siente de forma volcánica la llamada de la carne.
El problema se agrava porque la Conferencia Episcopal se contradice a sí misma y deja a Dios en muy mal lugar. Afirma que la identidad sexual es un don de Dios. Tendré, pues, que reclamarle a Dios por todos los vicios, desarreglos y maldades sexuales que me han alterado desde niño. La iglesia está tonta. Para lanzar sus críticas contra la homosexualidad se mete en camisas de 11 varas sobre la identidad y mantiene que es un don de Dios. Bueno, pues si Dios nos da un don y nos hace desde niños como somos, de forma natural y de acuerdo a los instintos personales de cada uno, quiénes son los obispos para llevarle la contraria a Dios. A la Iglesia se le da mejor prohibir por prohibir que dar explicaciones.
La sexualidad y el amor no son un producto de consumo que se elige en un supermercado según el capricho de cada cliente. Bueno, o por lo menos no debería serlo. Si la Iglesia quisiera ennoblecer la sexualidad y el amor, podría hablar del respeto que se merecen las personas y sus cuerpos, de la singularidad de cada uno de nosotros y nosotras. Un cuerpo no es asunto de usar y tirar, algo sobre lo que merece la pena mantener una conversación.
Pero la Iglesia se olvida del respeto, se obsesiona con el pecado y nos convierte en consumidores del sexo. Menos más que la energía religiosa, por incordio que sea, está muy disminuida en Occidente. Hace siglos que aprendimos a distinguir entre el pecado y el delito. Allí donde lo religioso impera a su gusto puedes ser encarcelado, torturado y ejecutado por tu condición sexual. Aquí las cosas no llegan a tanto, aunque el dolor y el malestar que causan los instintos represivos de la Iglesia llenan de sombras innecesarias muchos rincones silenciosos, sin fiesta, de la sociedad.
Es una impertinencia y un acto contra el civismo que la Conferencia Episcopal elija el inicio de las celebraciones del Orgullo Gay para publicar un panfleto contra los homosexuales. Es una impertinencia que el poder, en su afán totalitario, no se limite sólo a controlar las plazas y los sueños públicos y pretenda también entrar en la intimidad, en las alcobas y en el amor de las personas. Es una impertinencia que una institución religiosa o un ministro quieran decidir sobre la idoneidad de un embarazo o sobre la identidad sexual de los ciudadanos.
Y es una locura condenar al infierno por masturbarse a un niño de 14 años. La Iglesia lo tendría mucho más fácil si se dirigiese a la cúpula del dinero español. No me resisto a meter aquí a los banqueros. Los presidentes del Banco de Santander, el BBVA y La Caixa tienen más de setenta años. Deben ser ya muy receptivos a los buenos propósitos sexuales de los obispos. Se interesan en otras cosas. Cobran, por ejemplo, 370 veces más que muchos de sus empleados.
Si la Iglesia tuviese voluntad de ayudar a la comunidad, en vez de un catecismo protagonizado por el sexo y dirigido a adolescentes, debería publicar un catecismo para banqueros y miembros del partido del Gobierno. El no robarás y el no mentirás tendrían así más protagonismo que la masturbación o la falta de respeto a la homosexualidad.
Hace años convenía acabar cualquier discurso con una insolencia contra el obispo. Hoy conviene no olvidarse nunca de los banqueros. La derecha descarnada que ha empobrecido la vida de este país recibe órdenes de los banqueros y los grandes empresarios. Ellos son d verdad los enemigos. Está bien que nos escandalicemos con las cosas de la Conferencia Episcopal. Pero no dejemos que los malvados nos distraigan con la muleta del anticlericalismo. España no tiene un problema con los adolescentes pajilleros, sino con los setentones avaros. Son ellos los que gobiernan el dolor en el reino de los miedos.
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