Las dos derrotas de la República. En 2014 se cumplen 75 años de la caída de la Segunda República por un golpe militar de raigambre fascista. Un golpe que trajo una terrible dictadura, contraria a los más elementales derechos humanos, y que tumbó los avances en democracia, igualdad y libertad producidos ya en aquel régimen republicano que pretendía cambiar de raíz la España de la época.
Pero la República no sólo fue derrotada en 1939. También lo fue 35 años después, con ocasión del pacto de olvido en el que se legitimó la transición a la democracia y el régimen político actual, presidido por la Constitución de 1978. En efecto, una de las cláusulas que caracterizaron aquel pacto fue la de que cada parte “firmante” –antifranquistas y franquistas– renunciara a su pasado como instrumento de reivindicación política. Así, mientras los franquistas renunciaban a la dictadura, los demócratas debían hacer lo mismo con la experiencia republicana.
El papel del rey
Esta equidistancia entre dictadura y República se manifestó desde los primeros pasos del nuevo régimen político. Así, por ejemplo, los partidos que se negaron a renunciar a la denominación republicana (como Izquierda Republicana) no fueron autorizados a presentarse a las elecciones de 1977, las que dieron lugar a un parlamento que después se auto-transformó en constituyente. En el propio pacto de la transición está la negativa a preguntar a la ciudadanía sobre la forma de Estado: república o monarquía. Como el rey fue designado sucesor a la jefatura del Estado por el propio dictador en 1969, el proceso de transición se condujo según los intereses que mejor convenían a la monarquía. El proceso fue tan exitoso que, una vez asentado en el trono, el monarca no consideró necesario jurar o prometer la Constitución; algo que sí había hecho, y hasta dos veces, con las leyes fundamentales franquistas (1969 y 1975).
La derrota republicana durante la transición se sella de forma definitiva en el texto constitucional de 1978, donde se omiten referencias a su antecedente más inmediato: la Constitución de 1931. Tan sólo se encuentra una, no explícita y en una disposición transitoria, relativa a los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado proyectos de estatuto de autonomía (Cataluña, Euskadi y Galicia). Este silencio refrenda el objetivo de los llamados “padres de la patria”, los constituyentes de 1978: asentar la legitimidad del actual sistema político en el propio proceso de transición y no en la Segunda República. Este fue uno de sus “éxitos”.
El desprecio por la República se acentúa según se consolida el régimen. Se despliega toda una política de Estado dirigida a desprestigiar la República, negando la existencia en ella de una auténtica cultura democrática, rechazando sus avances en igualdad y derechos, o tildándola de estalinista. Asimismo, se equiparó a los golpistas y al gobierno legítimo, denominándoles “los dos bandos” y calificándoles por igual de fanáticos o extremistas.
Lo curioso –o quizá no tanto– es que en este viaje coinciden los revisionistas “neofranquistas” con notables intelectuales del régimen de 1978 (Santos Juliá y José Álvarez Junco). Mención propia merece Juan Linz, el “padre” de la moderna ciencia política española, quien trabajó para que la dictadura franquista fuera calificada internacionalmente no de “totalitaria”, sino de meramente “autoritaria”. Por su parte, los juristas apologetas del régimen de 1978 contribuyen a descalificar la Constitución de 1931: muchos la rechazan por “excluyente”, al optar por un Estado laico, frente al texto actual, más “incluyente” e integrador.
Todavía hoy se siente con fuerza esta campaña antirrepublicana. Son contadas las aulas universitarias en las que se explica su Constitución o su cultura política. Tampoco en la educación no universitaria estas enseñanzas cobran la relevancia que deberían tener en la formación de una ciudadanía necesitada con urgencia de conocer su pasado y de consolidar una cultura de derechos humanos. El desprecio queda patente cuando se rechaza incorporar hitos republicanos en el catálogo de fiestas oficiales. O cuando se conmemora la Constitución de Cádiz de 1812 –esclavista, recuérdese– como hito democrático español y espejo en el que mirarse, en vez de tener una mirada más cercana.
La cultura de la transición trajo consigo la segunda derrota de la República; esta vez, por los descendientes de quienes la hicieron sucumbir por primera vez. Hoy, cuando esta cultura y el régimen político a que dio lugar se encuentran en profunda crisis y cada vez son más las voces que reclaman un proceso constituyente basado en una ruptura democrática, urge reivindicar y servirse para ello de la experiencia republicana.
Rafael Escudero Alday es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid
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