Mientras al Príncipe se le aprecia cada vez mayor desenvoltura, al Rey se le advierten dificultades que agrían su carácter.
Siempre me han atraído los negocios familiares: cómo los mayores instruyen a sus hijos desde niños en los secretos del oficio y cómo, después de que estos superan la adolescencia, van cediéndoles el paso para que en un futuro puedan gobernar la empresa. En mi familia ha habido un negocio familiar muy notable: un horno de pan que surtía de todo tipo panes, madalenas, tortas y monas a un rincón de España, el Rincón de Ademuz. Me maravillaba contemplar de niña cómo mi tío panadero iba incorporando de manera natural a mis primos en los madrugones, en la fabricación del pan o en el trato a los clientes. A pesar de que los rigores del oficio mantenían a los hijos trabajando cuando los demás estábamos de vacaciones, yo sentía envidia de esa armonía familiar, de ese esfuerzo en el que arrimaba el hombro todo el mundo.
Existían, desde luego, negocios familiares más duros que el horno, que siempre estaba caliente, aunque fuera en la madrugada del crudo invierno aragonés. Estaban los muchachos que siendo aún muy tiernos tenían que ir al campo, como mi marido, Antonio, que salía de noche con su madre a recoger aceituna en los días en que todos los chavales estaban en su primer sueño disfrutando de las vacaciones navideñas. He tenido amigos cuyos padres regentaban un bar y me maravillaba cómo con trece o catorce años sabían atender las mesas, memorizar comandas y preparar cosas sencillas en la cocina.
Hay padres que no saben vivir sin mandar y les resulta traumático aceptar que su tiempo pasó.
En el Puerto de Santa María, hay un bar emblemático, el Bar Vicente Los Pepes, que conserva el sabor de los viejos bares del sur: un gran espacio con todas las puertas abiertas a la calle, mesas y sillas de madera, techos altos y paredes adornadas con carteles antiguos y fotos de gente del pueblo que se hizo célebre a nivel local, por el baile, por el cante, o simplemente por adornar a diario las calles del Puerto con su presencia extravagante. Hasta hace un año, cuando todas las señoras antes de entrar a la Plaza (el mercado) iban allí a tomar el cafelito con leche y un mollete de Antequera, reinaba en un rincón privilegiado de la sala el patriarca, el señor Vicente, quien en tiempos había estado presidiendo el mostrador y, ahora, en la vejez, disfrutaba en su trono de rey padre del orgullo de mirar, de ver cómo el negocio sobrevivía a pesar de los malos tiempos, y admiraba los cambios sutiles que el hijo había ido adoptando para adaptarse a una clientela que cambia, como cambia el mundo.
Hay un momento en todo negocio familiar, un momento crítico, con tintes melancólicos, en el que el hijo debe conducir al padre a su sillón de mirar la faena desde la barrera. Hay padres que se resisten porque los padres y las madres, cegados por un amor protector, tendemos a hacer compatible la creencia de que nuestros hijos son excepcionales con que al mismo tiempo son un poco inútiles y sin nuestra continua vigilancia no sabrán salir adelante. También hay padres que no saben vivir sin mandar, y menos sin mandar a sus hijos, y les resulta realmente traumático aceptar que su tiempo como patrón pasó y que sus descendientes pueden incluso superarles en las destrezas del oficio.
Los fieles al ‘Juancarlismo’ no entienden por qué el patrón no reconoce en su hijo un sustituto
El día en que los padres advierten que los hijos saben más que ellos se produce una especie de destronamiento tácito, que hay quien asume o quien se rebela ante esa perspectiva. Lo que ya es un completo disparate, y yo he sido testigo en alguna ocasión de esta circunstancia, es que un padre esté tan empecinado en la idea de que solo él puede llevar el bastón de mando que aun estando enfermo sea incapaz de delegar en los suyos. Hay negocios, quién no ha visto alguno, que incluso se paralizan por enfermedad del patrón y que van perdiendo poco a poco una clientela que no acaba de entender que la empresa esté en la cabeza de una sola persona. Los negocios son así, tienen sus momentos gloriosos y sus tiempos de decadencia. Hay veces que dependen de la mera voluntad de la clientela, que considera que el negocio ya no vende un producto necesario. Pero es lógico que antes de claudicar y de echar el cierre los propietarios quieran salvarlo.
En el caso de este peculiar negocio familiar que es la monarquía (por aquello de que el título se hereda de padres a hijos) está claro que se encuentra en un periodo de pérdida de clientes. Los hay que sin duda alguna defienden otro modelo de negocio, o de Estado; los hay que, habiendo sido fieles a eso que se dio en llamar el Juancarlismo, no entienden hoy por qué el viejo patrón no reconoce en su hijo un sustituto con más cualidades para lidiar con este complicado presente. Mientras al Príncipe se le aprecia cada vez mayor desenvoltura en su labor diplomática, al Rey se le advierten unas dificultades físicas que agrían su carácter y desconciertan al público. No sé qué asesor le habrá aconsejado al Rey que el antídoto de la impopularidad es la sobreactuación, quien sea se equivoca. O se equivoca él mismo. O se equivoca el Príncipe por no tener el valor de tomar a su padre del brazo y llevarlo hasta ese rincón privilegiado donde todo viejo patrón observa el curso de los nuevos tiempos. Si no lo remedian pronto, perderán la cada más exigua clientela y al Príncipe solo le quedará la opción de presentarse como candidato a la presidencia de la III República, que tampoco está mal.
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