Al César lo que es del César...
    
    
    
Cuando se aproxima cada año la celebración de la pasión de Cristo aparecen artículos que animan al debate sobre el papel de la religión en las instituciones del Estado.
 La Semana Santa ha pasado pero se avecinan fiestas religiosas en las 
que este asunto sigue siendo de actualidad: el Corpus Christi, fiestas 
patronales en muchos pueblos y ciudades, santos patronos de cofradías, 
oficios, armas de los ejércitos, etc. En una buena parte de ellas 
podemos ver hombres y mujeres con uniformes “escoltando” a pasos procesionales o incluso portando imágenes religiosas.
 Militares, policías nacionales, policías locales, bomberos, etc. se 
ponen sus mejores galas para tales eventos. Vemos también a alcaldes y 
concejales acompañando a procesiones en esta semana o en las fiestas 
religiosas locales a lo largo de todo el año. Como colofón, el mismo 
Jefe del Estado, personalmente o mediante un delegado, realiza una 
ofrenda anual al apóstol Santiago, en comunión con las altas jerarquías 
de la Iglesia Católica.
Del mismo modo, seguimos contemplando las tomas de posesión de altos 
cargos  en las que la autoridad realiza el juramento (poniendo a Dios 
por testigo) o promesa de su cargo con su mano sobre un ejemplar de la 
Constitución acompañado por un crucifijo y una Biblia. Igual da que 
quien toma posesión jure o prometa su cargo, según sea creyente o no: los símbolos religiosos permanecen al lado de la Constitución,
 en un ánimo igualador de legitimidad y legalidad. Es más, no sólo 
muchas autoridades juran ante los símbolos religiosos sino que en 
algunos casos proclaman que, en sus decisiones, tendrán en cuenta a 
Dios. Curiosamente, no se ha oído todavía a un obispo o a un cardenal 
decir que tomará en consideración la Constitución o la ley en sus 
decisiones. Larga es la sombra del trasnochado Concordato con el Vaticano.
Con estas prácticas, omnipresentes en las ocasiones solemnes, se diría 
que algunos de los preceptos de la Constitución que nos hemos dado 
apenas ha calado en la ciudadanía. Parece que estuviéramos aún en aquél 
Estado confesional, el nacional-catolicismo que la dictadura franquista impuso.
 No sólo este tándem Iglesia-Estado sigue vigente en la práctica, sino 
que algunos magistrados imprimen en sus sentencias ese pensamiento 
nacional-católico que  tan pernicioso fue para las libertades 
fundamentales durante décadas. Una banda municipal interpreta el himno 
nacional en el inicio de una procesión, se oficia un funeral católico en
 homenaje a múltiples víctimas sin respeto alguno a sus creencias (o 
ausencia de ellas) o las de sus familias y se ordena que las banderas 
ondeen a media asta durante la Semana Santa. Es decir, se usa y abusa de los símbolos de todos de manera sectaria en contra del espíritu de la Constitución.
Como bien señala el experto en derecho militar Santiago Casajús en su blog La Toga Castrense, se diría que la gente va a las procesiones más a ver el espectáculo que ofrecen los piquetes militares,
 con la vistosidad de sus uniformes de gala, sus dotes en voltear los 
fusiles o en elevar, músculos y pechos a la vista, un crucifijo tumbado,
 que a admirar o venerar las imágenes religiosas o las cofradías. La 
Legión, una de las unidades de élite del ejército español, daña 
su seriedad y su prestigio ganados en las misiones internacionales al 
sacar a procesión sus componentes alardeando de técnicas juglares más propias de majorettes que de soldados profesionales.
Y qué decir de la obligada neutralidad política e ideológica que todos 
los militares deben observar de conformidad con la ley. Según explica 
Fidel Gómez Rosa (Ciudadanos Militares, Edit. Tirant lo Blanc, 
pag. 71), “los militares (…) no pueden seguir colaborando con 
actividades de proselitismo de una confesión religiosa, aunque lo hagan 
prestando su consentimiento”. Porque, no lo olvidemos, un militar en uniforme no se representa a él mismo, ni siquiera a su Unidad de pertenencia; está representando a todas las Fuerzas Armadas.
 El ejercicio de la libertad religiosa consiste en que él, como 
cualquier otro ciudadano, puede pertenecer a la confesión religiosa que 
desee y asistir a sus rituales y liturgias cuando esté franco de 
servicio, en su vida privada. De la misma forma que ese mismo militar, 
en el ejercicio de su libertad ideológica y de pensamiento, puede 
simpatizar con el partido político de su gusto, asistir a sus mítines y 
votarle. Si no concebimos que un militar porte su uniforme en una 
manifestación o en un mitin político, ¿por qué ha de hacerlo en un acto 
de una determinada confesión?
Es necesario recordar en cada momento –así lo hago con esta entrada- que
 España es un estado aconfesional, es decir, laico, y que la referencia 
constitucional a que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art. 16.3) es un mandato,
 no una opción. Que los poderes públicos hayan de tener en cuenta las 
creencias religiosas de los ciudadanos no debe traducirse en la 
inserción automática y permanente de símbolos religiosos en los actos 
solemnes de las autoridades o de las administraciones públicas. 
Siguiendo a la profesora Mª Magnolia Pardo, “El Estado, neutral en 
materia religiosa, pero también garante de los derechos fundamentales, 
está obligado a facilitar el disfrute de un derecho en condiciones de 
absoluta igualdad, pues de otro modo su neutralidad se tornaría 
obstáculo al disfrute de la libertad religiosa. Cuando de derechos 
fundamentales se trata, en primer lugar, no es cuestión de números ni de
 mayorías y, en segundo lugar, en materia de libertad religiosa, el Estado tiene un claro deber de neutralidad”. La
 tan manida “tradición castrense” está muy bien siempre que no colisione
 con el ejercicio de algún derecho fundamental como es, en este caso, el
 de la libertad religiosa.
Muchos de los países del entorno son también laicos, en diferentes modalidades que van desde
 la laicidad estricta (Francia) hasta la laicidad en sentido más amplio 
(Italia, Portugal) y la pluriconfesionalidad (Alemania y Bélgica)
 pero en ellos no vemos la imbricación religión-Estado que aquí tenemos.
 En la católica Irlanda el Estado ejerce un escrupulosa distinción entre
 las creencias religiosas, por muy mayoritarias que sean, y su papel en 
el Estado, prohibiéndose todo trato de favor a una religión respecto de 
las demás. Pero en España la influencia de la iglesia católica en las 
instituciones ha sido de tal calibre durante tanto tiempo (monarquías 
católicas, renacimiento integrista católico de Donoso Cortés y Menéndez 
Pelayo, nacional-catolicismo franquista) que aún hoy, con el 
constitucionalismo democrático desarrollado, continua persiguiendo una 
entidad que posea jerarquía de Derecho Público.
Por mucho que las estadísticas muestren una España cada vez menos religiosa, se diría que existe un movimiento de recristianización “desde arriba”, en términos de Gilles Kepel (La revanche de Dieu,
 Editions du Seuil, Paris) que combate el laicismo y pretende anclarse 
en el Estado usando como baluarte a organizaciones de base sociológica 
conservadora. La jerarquía católica española, entonando el “beatleliano”
 I get bywith a little help from my friends de 
amplios sectores del empresariado, de la magistratura y de las fuerzas 
armadas, consigue moverse como pez en un agua estancada en la que el 
oxígeno ha sido sustituido por el Prozac sociológico de los medios 
dominantes y los espectáculos de masas.