Doñana no está lo bastante lejos para esconderse.
Ojalá los votantes destierren a un lugar más lejano que Doñana ese desprecio antidemocrático del candidato que por “problemas de agenda” se queda viendo la tele y no debate.
Ahora se entiende mejor por qué el Partido Popular no quería más debates: para no quedar en evidencia. La vicepresidente Soraya Sáenz de Santamaría estuvo mal. No acertó ni en el tono ni en los argumentos. Repitió mil veces un dato falso –no, Mariano Rajoy no ha creado empleo– y recitó temarios y argumentarios como si de nuevo se presentase a unas oposiciones. Ni siquiera le funcionó el lacrimógeno discurso sobre la violencia de género ( que los recortes de su propio Gobierno contradicen).
Santamaría no supo explicar por qué Mariano Rajoy no estaba allí –"el PP es un equipo"... y el día que hay partido el capitán se queda en el sofá viendo la tele–, ni tampoco qué clase de lucha contra la corrupción puede encabezar el presidente que le deseó “fuerza” a Bárcenas, o que negó los sobresueldos del PP desde una televisión de plasma pagada con dinero negro. La vicepresidenta pensaba que aún estaba en la rueda de prensa del Consejo de Ministros, donde ella decide quién pregunta y si alguna cuestión inoportuna pasa el filtro ya se ocupa ella de responder otra cosa. Se nota su falta de experiencia en algo tan básico en política como debatir delante de una cámara de televisión; algo tan básico en democracia como confrontar ideas y argumentar frente a otros sin el apoyo de un rodillo parlamentario.
Soraya perdió el debate pero eso no significa que el PP lo haya perdido. Para Mariano Rajoy es un absoluto éxito que su desprecio por los mínimos democráticos le vaya a salir tan barato, y que el paso por una campaña electoral convocada en la víspera de Navidad para que hablemos de Bertín Osborne se salde con un debate y medio –y ninguno con todas las fuerzas políticas, incluida UPyD e Izquierda Unida–. Visto el resultado de anoche, es obvio que el PP acertó en su análisis: menos Rajoy es más PP. Y cuanto menos se le vea a su candidato hablando de política, mejor aún.
Santamaría perdió el debate que si alguien ganó fue Pablo Iglesias. El candidato de Podemos fue de largo el que mejor empleó su minuto final –y era arriesgado su discurso, podía haber parecido otra niña de Rajoy– y también le fue bien en los minutos anteriores. Se notan las horas de vuelo ante la cámara, que incluso le permitieron sortear meteduras de pata sonadas, como una cita inventada de Churchill o esa consultora imaginaria –House Water Watch Cooper– donde se supone que trabaja Jordi Sevilla. Iglesias se esforzó mucho más contra Rivera y Sánchez que contra la vicepresidenta porque con ellos tiene frontera: con el PSOE, por el votante de centro izquierda; con Ciudadanos, por el votante de ruptura con el bipartidismo.
Pedro Sánchez no tuvo su mejor noche. Tampoco la peor de todas. El candidato del PSOE aguantó sin grandes errores –y algunos aciertos en el cuerpo a cuerpo contra Rivera–, pero a su partido no le sirve con eso para dar la vuelta a una campaña que arrancó con un CIS complemente desmoralizador para los socialistas, y con otro montón de encuestas que le sitúan incluso por detrás de Ciudadanos. Es cierto, con una distancia tan corta en la intención directa de voto y esa amplísima bolsa de indecisos, cualquier cosa puede pasar el 20 de diciembre. Pero los mecanismos con los que el PSOE polarizaba el voto en la campaña ya no son tan eficaces.
En cuanto a Albert Rivera, ni en el debate de anoche en Atresmedia ni en el de hace una semana en El País logró ese golpe demoledor que el candidato de Ciudadanos necesita para ejercer de nuevo Adolfo Suárez. Rivera no defraudó a los suyos, pero dudo que ampliase mucho más su propio espacio. Curiosamente, en su valoración del debate tanto PSOE como PP como Podemos coinciden en algo: en que Rivera es el que peor lo hizo. Tal vez tenga que ver con que la posición de Ciudadanos le convierte en el único partido que puede ganar (o perder) votos de las otras tres formaciones.
Tanto para Rivera como para Iglesias la noche del debate ha sido clave por el simple hecho de celebrarse con ese formato a cuatro. Ha sido la puesta de largo de los partidos emergentes en una campaña donde, por primera vez, el voto será táctico pero dudo que vaya a haber voto útil: donde movilizarán más las filias que las fobias. El resultado parece impredecible porque el sistema electoral será aún más injusto de lo acostumbrado. El efecto mariposa del reparto por provincias será más acusado: muy poquitos votos en determinadas circunscripciones pueden provocar una tormenta en el reparto del Parlamento.
Lo que es seguro es que el próximo Congreso desterrará a un lugar más lejano que el palacete de Doñana la política de la mayoría absolutista que ahora padecemos, ese desprecio antidemocrático que hoy protagoniza un candidato que por “problemas de agenda” se queda viendo la tele el día del principal debate de campaña. Que no se nos olvide. Que no se repita nunca. Que no vuelva a salir gratis.
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