Los partidos mayoritarios que constituyen el soporte del actual régimen político español defienden a la monarquía afirmando que es un factor de estabilidad política y social y que por ello su papel está fuera de discusión, como lo está la propia Constitución o la democracia en nuestro país. Pero a mi juicio los hechos demuestran claramente lo contrario.
La Constitución, en lugar de convertirse en la pieza que asegure el ejercicio de los derechos, la igualdad y el bienestar de los españoles –y, por tanto, la estabilidad económica y social- se ha convertido en un simple papel mojado. Los partidos mayoritarios la vienen incumpliendo reiteradamente e incluso la han modificado sin contar con la opinión del pueblo para dar satisfacción a potencias extranjeras, dinamitando así uno de sus principios fundamentales: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”.
Los partidos mayoritarios han convertido instituciones esenciales para la convivencia democrática, como el Tribunal Constitucional, el de Cuentas, el Consejo Superior del Poder Judicial, el Tribunal Supremo o la Fiscalía, en meros instrumentos de partido. El artículo 117 establece que la justicia emana del pueblo y se administra por jueces y magistrados “sometidos únicamente al imperio de la ley” pero los partidos mayoritarios se aseguran en todas esas instituciones mayorías inamovibles a su servicio. Controlan a su antojo los medios de comunicación públicos cuya pluralidad es esencial para que exista democracia. Se reparten con opacidad cientos de millones de ayudas del Estado, basan su predominio en una ley electoral injusta y conforman un oligopolio político que resuelve con pleno acuerdo las grandes cuestiones sin consultar a los ciudadanos, y en particular las que han tenido que ver con la crisis económica en la que estamos.
No hay norma más incumplida en España que la Constitución. Su artículo 9 establece que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas” y “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”. Pero la realidad es que las políticas que se vienen aplicando han convertido a España en el país más desigual de la Unión Europea. El artículo 47 afirma que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” pero cientos de miles han sido desahuciados para salvaguardar los derechos y los privilegios de la banca. El artículo 14 dice que “Los españoles son iguales ante la ley”, pero lo cierto es que, a diferencia de la gente normal y corriente, los banqueros gozan de todo tipo de ayudas, que los grandes patrimonios apenas tributan, que los delincuentes políticos y financieros apenas si son perseguidos o que cuando raramente son condenados resultan finalmente indultados. Y prácticamente no hay ni un solo precepto del capítulo tercero de la Constitución sobre los principios rectores de la política social y económica que se haya cumplido en los últimos años, como prueban de manera evidente todos los indicadores económicos y sociales.
La realidad es que la Constitución no es salvaguarda de derechos para todos los españoles porque no se cumple y que precisamente por eso vivimos en una democracia muy imperfecta o limitada, y que incluso últimamente patina en aspectos básicos que tienen que ver con el ejercicio de derechos y libertades personales, como prueba la criminalización de la protesta y la persecución a la que se encuentran sometidas miles de personas por el simple hecho de haberse manifestado pacíficamente contra los recortes de derechos que se vienen produciendo.
La crisis económica que estamos viviendo tiene mucho que ver con todo eso. Tal y como expliqué junto a Vicenç Navarro y Alberto Garzón en el libro Hay alternativas, la crisis española está en gran parte producida por la gran desigualdad y por los privilegios que tienen los grandes grupos oligárquicos que ya desde el franquismo dominan todos los resortes del poder en España. Un poder que se consolidó en la transición y que se mantiene todavía gracias a las políticas que han aplicado los partidos mayoritarios y al entramado institucional muy poco democrático que sostienen.
La monarquía no solo es ajena a eso, ni es un poder arbitral, como se quiere hacer ver, sino que ha desempeñado un papel central en el mantenimiento de todo este lamentable estado de cosas. Su estrecha y permanente vinculación con los grandes grupos económicos y financieros es tan evidente que hasta se muestra en la financiación del ocio del monarca o en sus actividades como comisionista de sus grandes negocios. Incluso los llamados “periodistas del corazón” se han hecho eco de ello. Jaime Peñafiel, por ejemplo, escribió hace poco en su blog refiriéndose al rey Juan Carlos: “Desde el año 1973, gracias a las gestiones que hizo, a petición de Franco, ante el rey de Arabia Saudí para que a España no le faltara petróleo en aquella crisis, el gobierno autorizó a que, el entonces príncipe, recibiera un céntimo por cada barril de crudo que entraba en el país. Este acuerdo comisionista lo respetaron Adolfo Suárez y Felipe González. Ignoro quien acabó con tal práctica, ¿Fue José María Aznar? Aquello permitió que don Juan Carlos adquiriera una pequeña fortuna, incrementada, posteriormente, por otros, digamos, negocios”.
Lejos de haber actuado como garante de la Constitución en beneficio de la igualdad y del ejercicio efectivo de sus derechos por todos los españoles, la monarquía que ha encabezado don Juan Carlos de Borbón ha sido una pieza fundamental del entramado que viene permitiendo que en España detenten el poder prácticamente los mismos grupos que hace 70 u 80 años.
Como escribimos en Hay alternativas, cuando a finales de 2006 empezaba a estallar la crisis sólo una veintena de grandes familias eran propietarias del 20,14 por ciento del capital de las empresas del Ibex-35 y una pequeña élite de 1.400 personas, que representaba el 0,0035 por ciento de la población española, controlaba recursos equivalentes al 80,5 por ciento del PIB.
Don Juan Carlos de Borbón ha estado siempre con esas familias y grupos de poder, confundiendo sus intereses con los del resto de los españoles y provocando así no ya la crisis en la que estamos de un modo abstracto sino el sufrimiento y la frustración concreta de los millones de españoles que han perdido sus empleos, sus patrimonios, sus empresas y hasta su esperanza o incluso sus vidas en beneficio exclusivo de los mismos de siempre.
Por eso, lo que se plantea con el fin de su reinado no es una simple sucesión en el trono sino si vamos a continuar en la deriva hacia el desmantelamiento de la democracia y al pisoteo de la Constitución, que son necesarios para poder seguir aplicando las políticas que benefician a los de arriba, o si los españoles vamos a ser de verdad los dueños de nuestras vidas y de nuestro futuro. Una disyuntiva que equivale a preguntarse si se nos van a seguir imponiendo las cosas o si los españoles vamos a poder pronunciarnos directamente, mediante el voto y los referenda, sobre las políticas económicas y sociales y sobre quién queremos que nos represente a la hora de llevarlas a cabo.
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