A LOS JEFES políticos no les va mal una temporada en el desierto. Mariano Rajoy perdió las elecciones generales de 2004 y 2008, se enfrentó a rebeliones internas, sufrió la distancia del poder y ahí le tienen: campeón mundial de escurrir el bulto. Rajoy aprendió a callar y a salir de naja, cosas de gran utilidad cuando se dirige un país enfermo y rabioso.
Las temporadas en el desierto, sin embargo, tienen un inconveniente. El jefe político en cuestión desarrolla una querencia exagerada hacia quienes le son fieles en horas bajas. Es humano. Y es perjudicial. Sin esa voluntad de premiar la fidelidad, Rajoy se habría desprendido de Ana Mato. Y Cristóbal Montoro estaría ya encargando muebles para su despacho en Telefónica.
Montoro constituye la demostración encarnada de que no basta con conocer la materia. Es catedrático de Hacienda, ya ejerció el ministerio y tuvo una empresa de asesoramiento fiscal. Pero eso no compensa sus dos defectos. Uno, supongo que involuntario, la capacidad de convertir en chapuzas sus tareas más serias y delicadas. El otro, incorregible, su afición a la bronca politiquera.
Este es el hombre que pergeñó la amnistía fiscal más ridícula que se recuerda: presupuestó unos ingresos de 1.050 millones que luego se quedaron en sólo 89, y se le coló Luis Bárcenas.
Este es el hombre que intentó enredar a la oficina estadística de la Unión Europea, Eurostat, moviendo de aquí para allá el dinero retenido para su devolución a los contribuyentes. Sus voceros le defienden diciendo que hay distintas maneras de contabilizar. Ya. Por lo visto, en Bruselas no han apreciado su creatividad. El déficit presupuestario español no es del 6,74%, como decía Montoro con sus cifras de fantasía, sino del 6,98%. Los decimales no son poca cosa, con un déficit de 23.561 millones. Y la credibilidad exterior tiene su importancia.
Este es el hombre que en 2010, cuando Zapatero descubrió que la deuda mordía y tuvo que dar un vuelco a su política económica, prefería que España se viera obligada a pedir el rescate. «Que caiga España, que ya la levantaremos nosotros», proclamó. Pues sí que tardan.
Peor que la chapuza es la incontinencia. Un buen ministro de Hacienda no amenaza, se limita a hacer su trabajo. Si sospecha de algún fraude, envía a los inspectores. Lo que no hace un buen ministro, porque además se lo prohíbe la ley, es el escrache. Montoro no puede acusar en general a los actores, a los tertulianos, a los editores, a los diputados rivales y a algún otro colectivo de no cumplir con Hacienda. Quien no cumple, debe ser obligado a pagar. Lo demás es incontinencia verbal y ansia de rifirrafe politiquero.
Montoro hace falta en Telefónica. Y hace falta ya.