Yo no tengo la culpa.
El barco empezó a hacer agua. Debido a sus dimensiones poco marineras, no fue posible manejarlo. La desesperación se extendió por la cubierta y los camarotes. Había mucha gente. El armador había hecho una gran campaña de publicidad en los periódicos más importantes, pero no se había preocupado de calcular el número de botes salvavidas. La voz de capitán pudo oírse en medio del griterío. Yo no tengo la culpa, dijo. El armador tampoco se sintió responsable del naufragio al leer los periódicos de la mañana siguiente. Yo no tengo la culpa, mala suerte, se repitió.
El desempleo corrió como una epidemia por la ciudad. El virus de la destrucción del trabajo contagiaba las fábricas, los ministerios, los hospitales y los comercios. El presidente del Gobierno había pronunciado con insistencia las palabras déficit y austeridad. Eran la solución para la crisis. En un país con muchos millones de parados, consideró más importante disponer de dinero para pagar la deuda de los bancos que animar la economía y generar empleo. El presidente cambió las leyes para que fuese más cómodo suprimir puestos de trabajo y luego convirtió al Estado en la gran madre de todos los despidos. Cuando vio que sus poblaciones se empobrecían, y eran desahuciadas, y condenadas a la miseria, y expulsadas de la propia condición de ciudadanos, pidió más colaboración y sacrificios. Pero yo no tengo la culpa, aclaró.
Los especuladores presionaron a los políticos. Defensores de la iniciativa privada, afirmaban no creer en el Estado. Pero se pusieron a trabajar para adueñarse del Estado. Aprobaron leyes a su favor, bajaron sus impuestos y desregularon sus mercados. Se hicieron incluso maestros de las subvenciones públicas. A través de la ingeniería financiera y de los bonos de deuda, consiguieron que el Estado subvencionase sus capitales con un interés del 7%. Mientras acumulaban riqueza, no sintieron compasión del enfermo que se quedaba sin medicinas o del niño que perdía su escuela. Yo no tengo la culpa, dijo el especulador.
Disminuyeron en el país los profesores dedicados a la educación pública. Se cerraron escuelas rurales, se masificaron las clases y los alumnos con problemas no pudieron ser atendidos. El porvenir perdió estatura y se hizo más injusto, más elitista. El padre rico, orgulloso de la buena pasta y los conocimientos de sus hijos, miró con desprecio la inutilidad, la mala sangre y la torpeza de los pobres. Se merecen todo lo que les ocurre, pensó. Yo no tengo la culpa, dijo.
Hubo partidos políticos que trabajaron para los padres adinerados, los especuladores y los bancos. Confundieron la seriedad, el sentido común y el pragmatismo con las estrategias oscuras de los beneficios claros. Cuando esos partidos vieron que su país naufragaba como un barco roto, pensaron que la política resultaba impotente. Es una fatalidad, no tenemos la culpa, dijeron.
Hubo otros partidos políticos y organizaciones sociales que no trabajaron para los especuladores. Pero tampoco supieron explicarse, conectar con la gente, hacerse creíbles, imaginar una respuesta común. Miraban el naufragio y se sentían orgullosos de su pureza. Tal vez esperaban que las víctimas se acordasen de ellos en medio de su desesperación. Nosotros no tenemos la culpa, se limitaron a decir. Y su quietud contrastó con la actividad de los tiburones, que ya estaban marcando el tiempo con sus dientes.
Yo no tengo la culpa. Eso dijeron también miles de ciudadanos furiosos que no se sentían responsables del Gobierno al que habían elegido. Al fin y al cabo, ya se sabe, ni los votos ni las ilusiones sirven para nada.
Luis García Montero, escritor y profesor universitario.
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