Corruptores, corruptos y
ciudadanía.
La prohibición de concurrir a
concursos públicos de las empresas corruptas debería ser más contundente. Y
abarcar a todo su grupo empresarial para evitar que, “hecha la ley, hecha la
trampa”. Quizás sea oportuno aplicar el concepto fiscal de grupo de empresas a
las sanciones por prácticas irregulares.
Entiendo la preocupación de las
progresistas por el impacto de este último episodio de corrupción. Pero lo
inmediato, que también es importante, no debería hurtar la reflexión sobre los
factores estructurales que propician la existencia de corruptores y corruptos,
en simbiótica relación.
Por supuesto, no comparto la
idea de que todos los políticos son iguales. Hay mucha gente digna en los
diferentes ámbitos de la política y para comprobarlo basta mirar fuera de la
ciénaga. Es importante recordarlo en estos momentos para no contribuir aún más
a la deslegitimación de la política y la democracia.
Pero la evidencia de que no
todos los partidos se comportan igual ante la corrupción no me lleva a abrazar
la maniquea división entre organizaciones puras e impuras. No he creído nunca
en los pueblos elegidos, tampoco en los partidos ungidos por la beatitud.
En cambio, sí considero que hay
ideologías que favorecen la acción de los corruptores. Cuando Milton Friedman
acuñó el dogma neoliberal de que la principal función de las empresas es crear
valor para el accionista sentó las bases de muchos desmanes. Entre ellos, un
concepto perverso de competitividad. Y unas políticas empresariales, como los
sistemas retributivos de la alta dirección, que incentivan todo tipo de
actuaciones reprobables, ética y legalmente.
Por cierto, las prácticas
empresariales corruptas no se dan solo en las relaciones con el sector público,
también entre empresas privadas. Con el agravante de que mientras la cosa
pública tiene mecanismos de control -todo lo imperfectos que se quiera- en la
esfera de lo privado son menores o inexistentes. Además, la búsqueda de
beneficios a cualquier precio normaliza y legitima estas actuaciones corruptas.
Lo confirman las prácticas reiteradas y probadas del cártel de las grandes
constructoras para alterar los concursos públicos impidiendo la libre y sana
competencia.
En España, esta cultura viene
facilitada por el peso que en nuestra economía tiene el capitalismo parasitario
de amiguetes. No es algo nuevo, tiene raíces en el franquismo e incluso algunas
más profundas. La España del XIX, con su bipartidismo turnista entre
conservadores y liberales, ofrece muchos ejemplos de ello.
La indistinción en el conchabeo
de la política con este capitalismo parasitario ha llegado hasta el siglo XXI,
a través de los grandes partidos, PP y PSOE, que han gobernado la mayoría de
las instituciones en las últimas décadas. El compromiso de ruptura con estas
prácticas por parte del gobierno de coalición no ha ido acompañado de una
estrategia contra la corrupción, a pesar de disponer de orientaciones y
múltiples propuestas. Ahora, este último episodio que afecta al PSOE ha
supuesto un buen revolcón para las expectativas de atajar un mal endémico que
cuesta decenas de millones de euros de las arcas públicas y sobre todo erosiona
la democracia.
Pero como no creo en las
maldiciones bíblicas ni en el destino inexorable de los pueblos, estoy
convencido de que se pueden hacer cosas para romper con este modelo empresarial
parasitario. Es imprescindible que de esta nueva crisis nazcan de una vez medidas
de regeneración democrática. A mi entender, las más determinantes son las
dirigidas a desincentivar prácticas empresariales corruptas y a establecer
correctivos que penalicen a los corruptores.
No es fácil, las medidas
adoptadas hasta ahora no han surtido efecto. Una deficiente tipificación de los
delitos, las atenuantes introducidas en el Código Penal por el PP en 2015, la
dificultad probatoria de relacionar las mordidas con las adjudicaciones
tramposas, la deficiente protección de los denunciantes o la lentitud
investigadora que culmina en la prescripción de los delitos son, entre otros,
obstáculos que dificultan la efectividad de las políticas de castigo penal a
corruptores.
Además, como se acaba de ver
con Acciona, es muy fácil, cuando se descubre la corrupción, dejar caer al
peón, por muy alta que sea su responsabilidad. Al final a los corruptores y a
sus empresas les sale rentable el riesgo de ser descubiertos.
Por eso es imprescindible que
las medidas administrativas y penales se dirijan al núcleo duro de las empresas
que las practican. La publicidad de las condenas o sanciones firmes puede ser
una de ellas, aunque, en un entorno tan complaciente con la corrupción, los
costes reputacionales no son suficientes.
La prohibición de concurrir a
concursos públicos de las empresas corruptas debería ser más contundente. Y
abarcar a todo su grupo empresarial para evitar que, “hecha la ley,
hecha la trampa”. Quizás sea oportuno aplicar el concepto fiscal de
grupo de empresas a las sanciones por prácticas irregulares. Por cierto, la
persecución de los corruptores debería ser una exigencia también de las
organizaciones empresariales en defensa de las empresas que compiten en buena
lid.
En relación con los partidos y
los entornos que propician la acción de los corruptos, deberíamos evitar las
lecturas moralistas y fijar la mirada en el papel que juegan las relaciones de
poder en toda colectividad humana.
Las organizaciones con el poder
concentrado en un único vértice, sin contrapesos ni contrapoderes generan
entornos que dificultan los mecanismos internos de control.
Loshiperliderazgoss, tan propios de este momento de crisis de las estructuras
de mediación social, debilitan a las organizaciones y propician todo tipo de
riesgos. Sobre todo, si van acompañados de virreinatos todopoderosos.
En este sentido hay momentos
especialmente peligrosos para las organizaciones políticas. Al acceder al
gobierno de las instituciones los partidos desaparecen sepultados por las
lógicas y prioridades gubernamentales. Eso sucede en todos los niveles institucionales.
Otro de los factores de riesgo para todas las
organizaciones colectivas aparece cuando, en los momentos de conflictos
internos, se generan bandos que, en su pugna legítima por la mayoría, avalan la
connivencia con prácticas poco éticas.
Creo, quiero creer, necesito creer que Pedro
Sánchez no conocía la existencia de prácticas corruptas en el PSOE. Pero al
mismo tiempo estoy convencido de que había sido alertado desde el País Valencià
de las cutres -por ser benevolente- costumbres de Ábalos. El problema es que,
en esos momentos de conflictos internos, conseguir el control de la
organización pasa a ser la prioridad. Y se impone una máxima perversa, la de
que “entre bomberos, no nos pisamos la manguera”.
En los políticos y altos funcionarios corruptos
se da un perfil ideológico común, sea cual sea su partido, el desprecio a la
comunidad, a lo público. Reforzar el carácter colectivo de las organizaciones y
potenciar los equilibrios de poder internos en una lógica federal, de verdad y
no solo nominalmente, no evita que haya corruptos, pero se lo pone más difícil
a la impunidad.
Entre corruptores y corruptos se sitúa un tercer
actor, la ciudadanía. Algunas voces dan por hecho que la corrupción penaliza
electoralmente. Yo no lo daría por seguro. Algunos estudios demoscópicos y
nuestra historia reciente ofrecen contundentes evidencias de que eso no es así.
Los factores que atemperan y modulan el impacto
de la corrupción en la ciudadanía son muy diversos. La indignación cuando se
descubre la corrupción va acompañada de un nivel importante de tolerancia
ciudadana hacia las prácticas corruptas. Una connivencia social auspiciada, en
algunas ocasiones, porque los beneficios directos o indirectos de la corrupción
alcanzan a muchos, por ejemplo, en los casos de abusos urbanísticos.
Hay otro factor a tener presente. Muchas
personas, que no minimizan la corrupción, en el momento de votar la sitúan en
un marco más amplio, en el que también tienen en cuenta otros aspectos de las
diferentes opciones políticas.
A estas alturas es imposible vaticinar nada,
entre otras cosas porque desconocemos la profundidad que ha alcanzado este
último episodio de corrupción y en qué condiciones se celebrarán las
elecciones. Pero sí constato, al menos en el mundo en el que me muevo, que la
preocupación sincera por la corrupción, va acompañada de la inquietud por las
consecuencias que en términos de derechos socioeconómicos, pluralidad nacional
o libertades civiles puede comportar la caída del gobierno de coalición y la
configuración de una mayoría de las derechas.
Las izquierdas debieran estar especialmente
interesadas en combatir la corrupción. No por razones de superioridad ética
sino porque la corrupción erosiona las instituciones democráticas y las
debilita en su función de control del verdadero poder, el económico. El
resultado final de una política corrupta y una democracia deslegitimada es una
sociedad con más desigualdades de todo tipo.