El desalojo.
Una sociedad en la que los actos indebidos no tienen consecuencias no es merecedora de respeto puesto que es incapaz de tenérselo a sí misma; esa es mi medida del patriotismo.
No hay otra opción decente. Hay un momento, en la vida de las personas, pero también de los países, en el que sólo se puede optar entre lo digno y la iniquidad. Una sociedad en la que los actos indebidos no tienen consecuencias no es merecedora de respeto puesto que es incapaz de tenérselo a sí misma. Esa es mi medida del patriotismo.
Desalojar al Partido Popular del poder es una cuestión de principios y así debe entenderse desde cualquier postura democrática y decente. Sólo es posible analizarlo de otra manera desde el punto de vista de los que entienden que aferrarse al poder es una fuerza cuya magnitud supera a cualquier otro presupuesto ético. La reacción de Rajoy, de los miembros de su partido y de algunos de sus votantes, ha sido entrar en shock. No entienden ni asumen que otra opción que no sea que ellos ostenten el poder. O yo o el caos. César o nada. Precisamente por eso no existe otra postura ética que la de entender que la situación es insostenible. Esta convicción ética y democrática se puede sostener desde cualquier punto ideológico o geográfico y eso no tiene por qué amalgamar a quienes lo ratifiquen. La decencia es, o debería ser, una patria común de los demócratas. Comulgar en la integridad, en la limpieza, en el honor no precisa de una identidad ideológica, ni siquiera hay que caerse bien. Rechazar la mierda y buscar un mínimo de higiene democrática no tiene color ni credo, ni lengua ni condición.
Para los que no entiendan la gravedad del momento que vivimos, incluso para los que no quieran dejarse engañar por los juegos de artificio demagógicos, hay que retrotraerse al camino que hemos recorrido hasta llegar a esta sentencia que prueba judicialmente lo que todos racionalmente sabíamos: que el Partido Popular mantuvo durante años un sistema institucional de desfalco de lo público para acudir dopado a las elecciones y del que se aprovecharon muchos de sus miembros para obtener un beneficio personal. Eso era lógicamente evidente desde que se descubrió la documentación que lo acreditaba y se fueron destapando periodísticamente las diversas tramas a través de las cuáles se había vertebrado el desfalco. La responsabilidad política debió sustanciarse en aquel momento. Fue el trilerismo de los populares el que consiguió lanzar la pelota de su responsabilidad al tejado de lo judicial y amarrarse al poder asumiendo que nada sería verdad hasta que no quedara probado por los tribunales. Fueron ellos mismos los que hicieron de la sacrosanta presunción de inocencia un salvavidas político para evitar las salpicaduras infames de una corrupción que nacía de su propio núcleo. Así, trampeando y esquivando los sucesivos escándalos, intentaron minimizar el impacto de esa podredumbre interna en los tribunales. No han dudado en utilizar todas las artimañas, resquicios y argucias procesales y gubernativas para intentar controlar los daños en los tribunales. Para eso era tan importante prostituir la Justicia y parasitarla durante tanto tiempo. La sentencia de Gürtel no deja de ser un milagro que ha tenido que superar los nombramientos de tribunales plagados de acólitos del PP, que fueron in extremis recusados, y la lucha para expatriar del juicio a los magistrados incómodos y todas esas cuestiones que les hemos ido contando paso a paso.
Lanzaron la pelota de su responsabilidad política al avispero infinito de la Justicia y pensaron que nunca volvería, pero ha llegado. La Justicia se ha pronunciado y ahora pretenden que los efectos que ello tenga serán los únicos que deban asumir, como si se pudiera escindir la verdad escrita en un papel timbrado de la realidad política que les cerca. La sentencia dictada no sólo nos describe un sistema de esquilma de lo público para perpetuarse en el poder y para enriquecerse, sino que nos deja la imagen de un partido, el Partido Popular, al que se considera directamente beneficiado por ese menoscabo de las arcas públicas. El Partido Popular no ha podido ser condenado como tal partido, como persona jurídica, exclusivamente porque los hechos se cometieron antes del año 2010 y por el principio irrenunciable de la irretroactividad de la ley penal. Ahora bien, el hecho de que el partido -no sus miembros sino él mismo- no haya podido ser declarado culpable no obsta para que los hechos que le son atribuidos no constituyan un supuesto que actualmente consideramos reprochable con la categoría de delito. Jurídicamente no se puede aplicar, moralmente sabemos que la tacha del Partido Popular es tan grave que merecería ese castigo.
Ningún partido sumergido en un fango como éste puede continuar gobernando en un país democrático occidental como si nada hubiera sucedido. Aceptar esto sería tanto como renunciar a lo más básico. Un gobernante irresponsable, al que le cupiera cualquier actitud inmoral, no tiene cabida en una democracia. No podemos aceptar que alguien caiga por un título regalado o por un hurto guardado como arma y permitir que continúe gobernando quien dirige al partido cuya ignominia tiene ahora el sello de la ley, quien no dijo la verdad ni a los representantes del pueblo ni al tribunal, quien no merece dirigir los destinos de un país como España.
No queda otro remedio que desalojarlos del poder. Es una mentira tan podrida como su corrupción que las urnas puedan lavar este oprobio. Rajoy y los suyos deben ser expulsados por el método constitucional adecuado y ese es la moción de censura. No hay atajos ni excusas. Fíjense que ni siquiera nos debería importar qué sucediera al día siguiente. Cualquier cosa sería más aceptable que renunciar a la dignidad de nuestro país.
Votar para echar a Rajoy no homogeneiza a nadie en nada que no sea un común esfuerzo por recobrar la respetabilidad de nuestra patria. Ahora que cada uno se retrate, se explique, se justifique como desee. Es un momento histórico y tendrá consecuencias. Dejarlo pasar, las tendrá aún más graves. Hay pozos de vergüenza para los que la historia no prevé rescate.